Siempre me ha gustado mirar el mar, me produce una paz interior difícil de describir. Me sobrecoge su grandeza y me recuerda lo pequeños que somos ante su inmensidad. Siempre me trae recuerdos felices, momentos vividos con mis seres queridos en su orilla, con los que están, y también con los que se fueron, pero que frente al mar, su recuerdo siempre se hace presente. Miro el mar y me siento llena, agradecida y feliz por tanto amor que he recibido.
Así es como yo veo el mar desde mi orilla, pero este verano, mientras miraba el mar y pensaba en todo lo que significa para mí, no podía evitar pensar en la crisis de refugiados que nos afecta desde hace años a toda Europa. Pensaba que la visión que ellos tienen del mar, sería muy diferente a la mía, e intentaba imaginar qué sentiría yo, sentada frente al mar, si me hubiera tocado verlo desde otra orilla.
Pensaba en tantas personas que huyen de la guerra y al llegar al mar, ven en él una salvación, la posibilidad de encontrar la paz al otro lado, una oportunidad de vivir, una esperanza…
Pensaba en el miedo, la incertidumbre y en los momentos de pánico que deben de llegar a sentir todos los que se aventuran al mar en embarcaciones inseguras y abarrotadas de gente, cuando se ven a la deriva, en una tormenta o sin saber cómo terminará el viaje.
Pensaba en los sentimientos de alivio y gratitud cuando, por fín, un barco de rescate se les acerca y les tiende una mano… ¡Otra vez se reaviva su esperanza, la ilusión de encontrar la paz y un lugar dónde vivir!
Pero cuando llegan a tierra, y acaban atrapados en campos de refugiados, viviendo hacinados y en peores condiciones de las que hubieran imaginado, sus sentimientos, se convierten en frustración y desesperación. Se deben sentir defraudados cuando ven, que al otro lado, no les espera el futuro que imaginaban, no les espera la oportunidad de comenzar una nueva vida en un país de acogida, sino una eterna espera en un lugar sórdido al que no pueden llamar hogar.
Pero también pensaba en el dolor de los que pierden a seres queridos en el camino, ¿cómo pueden superar eso?, ¿cómo pueden volver a mirar el mar sin sentir ese dolor tan profundo? Pensaba en tantas vidas que se han quedado en el mar, en tantos sueños ahogados…
Cuando miro el mar desde mi orilla, y me lleno con su fuerza, también veo todo ese dolor. Por eso, mirar el mar, también me compromete. Al fin y al cabo, es el mismo mar para todos. La tierra, el cielo, el mar… son nuestro hogar, el de toda la humanidad. Debemos cuidarnos unos a otros como una gran familia, hacer del mundo un lugar más justo para todos, no puedo mirar el mar y pensar sólo en los míos. Miro el mar y siento que debo compartir esa paz, esa fuerza y ese amor que me transmite con todos. Intentar cada día, que el mundo sea un lugar más acogedor para que nadie se quede fuera, un lugar donde se acepte a todos, a pesar de las diferencias que nos puedan separar.
Dentro de unos días estaré en Lesbos, en el campo de Moria, un campo de 8.000 refugiados, muy diferente a los campos pequeños del norte de Grecia que he conocido hasta ahora. Esta vez voy con mi marido y con un amigo, vamos llenos de ilusión y también de incertidumbre, conscientes de lo poco que podemos hacer en unas semanas ante la magnitud del drama que están viviendo los refugiados, pero confiamos en que nuestro apoyo, sumado al de tanta gente que, a pesar de las políticas europeas, está dispuesta a hacer que las cosas cambien… pueda ayudar a devolverles algo de la esperanza que han perdido por el camino.
Miro el mar y pienso en los que ven el mar desde la otra orilla.
Una respuesta a “Un mar, distintas orillas”